lunes, 10 de febrero de 2014

"FACTÓTUM" DE CHARLES BUKOWSKI - CAPITULO 86

El mercado de trabajo en granjas estaba entre la Quinta y la calle San Pedro. Tenías que presentarte allí a las 5 de la mañana. Aún era de noche cuando llegué. Los hombres estaban ahí quietos, sentados o de pie, liando cigarrillos, hablaban poco. Todos aquellos "lugares tenían siempre el mismo olor —olor a sudor rancio, orina y vino barato.

El día anterior había ayudado a Jan a mudarse a casa de un tío gordo, funcionario de hacienda, que vivía en Kingsley Drive. Me quedé en el vestíbulo fuera de su vista y observé cómo el tío la besaba; luego entraron juntos en el apartamento y la puerta se cerró. Salí y bajé caminando por la calle solo, fijándome por primera vez en la cantidad de pedazos de papel volatineros y la basura acumulada cubriendo las aceras. Nos habían echado del apartamento. Tenía 2 dólares y ocho centavos. Jan me prometió que esperaría hasta que mi suerte cambiara, pero me resultó difícil creérmelo. El funcionario de hacienda se llamaba Jim Bemis, tenía una oficina en Alva-rado Street y mucha pasta.
—Le odio cuando me folla —me había dicho Jan. Ahora probablemente le estaba
diciendo lo mismo acerca de mí.

Las naranjas y los tomates estaban apilados en cestas y aparentemente eran gratuitos. Cogí una naranja, mordí la piel y chupé el zumo. Había agotado mi seguro de desempleo después de que me echaran del hotel Sans.

Un tío de unos cuarenta años se me acercó. Su cabello parecía muerto, de hecho no parecía un cabello humano, sino más bien cordones de hilo. La potente luz que venía del techo le daba un aspecto cadavérico. Tenía lunares marrones en la cara, la mayoría

acumulados alrededor de su boca. De cada uno surgían dos o tres pelos negros.
—¿Qué tal? —me dijo.
—Bien.
—¿Te gustaría que te la chupase?
—No, creo que no.
—Estoy caliente, tío, estoy excitado. Lo hago muy bien, de verdad.
—Mira, lo siento, no me va.

Se alejó cabreado. Miré a mi alrededor en la gran nave. Había unos cincuenta hombres esperando. Había también diez o doce contratistas sentados en sus escritorios o paseando por ahí. Fumaban cigarrillos y parecían más preocupados que los vagabundos. Los contraristas estaban separados de nosotros por una pesada verja de alambre, del suelo al techo. Alguien la había pintado de amarillo. De un amarillo muy Cuando un contratista quería hacer una transacción con un vagabundo, quitaba el cerrojo y abría una ventanilla de cristal que había en la verja. Cuando finalizaba el papeleo, el contratista corría la ventanilla y le echaba el cerrojo, y cada vez que esto ocurría, la esperanza parecía desvanecerse. Todos nos incorporábamos cuando se descorría la ventanilla, cada oportunidad era nuestra oportunidad, pero cuando se cerraba, la esperanza se evaporaba. Entonces nos mirábamos unos a otros.

A lo largo de la pared trasera, detrás de la valla amarilla y de los contratistas, estaban seis pizarras. Había tiza blanca y borradores, igual que en la escuela primaria. Cinco de las pizarras estaban limpias, aunque todavía se podían percibir vestigios fantasmales de anteriores mensajes, de trabajos ya concretados y perdidos para siempre en lo que a nosotros concernía.
Había un mensaje en la sexta pizarra:
SE NECESITAN RECOLECTORES DE TOMATES EN BASKERFIELD

Yo creía que las máquinas cosechadoras habían acabado para siempre con los recogedores de tomates. Pero no era así. Al parecer el material humano era más barato que las máquinas. Y las máquinas se averiaban. Ajá.

Me fijé en las personas que aguardaban —no había orientales, ni judíos, ni apenas negros. La mayoría de estos parias eran blancos pobres o chícanos. Los dos o tres negros que había estaban ya borrachos de vino.

Entonces uno de los contratistas se levantó. Era un hombre de gran envergadura con barriga de bebedor de cerveza. Lo primero que veías era su camisota amarilla con rayas negras verticales. La camisa estaba superalmi-donada y llevaba brazaletes para mantener subidas las mangas, igual que los fotógrafos del siglo pasado. Se acercó y descorrió la ventanilla de cristal de la verja amarilla.
—¡Muy bien! ¡Hay un camión en la parte trasera que va para Baskerfield!
Corrió la ventanilla y echó el cerrojo, luego volvió a sentarse en su escritorio y
encendió un cigarrillo.

Durante un momento nadie se movió. Entonces uno por uno aquellos que estaban sentados en los bancos comenzaron a levantarse y a estirarse. Sus rostros permanecían inexpresivos. Los hombres que habían estado arrojando los restos de sus cigarrillos al suelo y apagándolos con las plantas de los pies empezaron a circular cuidadosamente. Un lento éxodo general comenzó; todo el mundo se dirigió hacia una puerta lateral que daba a un patio vallado.
El sol estaba saliendo. Nos miramos los unos a los otros, de verdad, por vez primera.
Algunos sonrieron al reconocer alguna cara familiar.

Nos pusimos en fila, dirigiéndonos a empujones hacia la parte trasera del camión, a la luz del alba. Era la hora de moverse. Estábamos subiendo a un camión del ejército veterano de la segunda guerra mundial con un techo de lona agujereada. Nos fuimos acercando, empujándonos con rudeza, pero al mismo tiempo tratando de mostrarnos un poco educados. Entonces sentí que alguien me tiraba de los hombros. Retrocedí.
La capacidad del camión era admirable. El enorme capataz mexicano permanecía

subido a la caja del camión metiendo a la gente para adentro.
—Bueno, bueno, venga, venga...
La gente iba entrando con lentitud, como si se introdujese en la boca de la ballena.

Los pude ver apelotonados dentro del camión y me fijé en sus rostros; estaban charlando con calma y sonriendo. Me repelían y al mismo tiempo me sentía muy solo. Entonces decidí que podía cosechar tomates, decidí meterme. Alguien me embistió desde atrás. Era una gorda mexicana que parecía muy sofocada. La cogí de las caderas y la ayudé a subir. Era muy pesada y difícil de manejar. Finalmente hice firme en algo; parecía que una de mis manos se había sumergido en lo más recóndito de su obeso culo. Conseguí hacerla indiferente.
subir. Entonces busqué un apoyo con mi mano y me dispuse a subir. Era el último. El capataz
mexicano me puso el pie en la mano.
—No —me dijo—, ya tenemos suficientes.
El motor del camión se puso en marcha, renqueó, se caló. El conductor volvió a
intentarlo. Arrancó y se fueron.

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