martes, 27 de julio de 2010

CHARLES BUKOWSKI "NOVELA MUJERES" - CAPITULO 2

Un día o así más tarde recibí por correo un poema de Lydia. Era un largo poema
que empezaba así:
Sal, viejo ogro,

Sal de tu oscuro hoyo, viejo ogro,
Sal a la luz del sol con nosotras y
Déjanos poner margaritas en tus cabellos...

El poema venía a decirme lo bueno que sería bailar en la campiña con hembras
cervales que me procurarían gozo y conocimiento verdadero. Dejé la carta en el escritorio.
A la mañana siguiente me despertaron unos golpes en los paneles de cristal de mi
puerta. Eran las diez y media de la mañana.
—Lárguese —dije.
—Soy Lydia.
—Está bien, espera un momento.

Me puse una camisa y unos pantalones y abrí la puerta. Entonces me fui corriendo al baño a vomitar. Traté de lavarme los dientes pero lo único que conseguí fue vomitar de nuevo. La dulzura de la pasta de dientes me revolvía el estómago. Salí.
—Estás enfermo —dijo Lydia—. ¿Quieres que me vaya?
—No, no. Estoy bien. Siempre me ocurre lo mismo al despertarme.

Lydia tenía una pinta magnífica. La luz entraba a través de las cortinas y se reflejaba en ella. Llevaba una naranja en la mano y jugaba con ella lanzándola al aire. La naranja giraba llena de color entre los rayos del sol.
—No puedo quedarme —me dijo—, pero quiero pedirte una cosa.
—Dime.
—Soy escultora. Quiero esculpir tu cabeza.
—Vale.
—Tendrás que venir a mi casa. No tengo estudio y tendremos que hacerlo allí. Eso

no te pondrá nervioso, ¿verdad?
—No.
Apunté su dirección y las instrucciones para llegar allí.
—Trata de aparecer hacia las once de la mañana. Los niños vienen de la escuela a
mediodía y nos molestarán.
—Me pasaré a las once.
Me senté frente a Lydia en la mesita de su cocina. Entre nosotros había un gran

montón de barro. Empezó a hacerme preguntas.
-—¿Viven todavía tus padres?
—No.
—¿Te gusta Los Ángeles?
—Es mi ciudad favorita.
—¿Por qué escribes sobre las mujeres de esa manera?
—¿De qué manera?
—Ya lo sabes.
—No, no sé.
—Bueno, me parece algo vergonzoso que un hombre que escribe tan bien como tú
no sepa absolutamente nada de las mujeres.
No contesté.
—¡Maldita sea! ¿Qué habrá hecho Lisa con...? —empezó a rebuscar por todas

partes—. ¡Oh, estas niñas que les quitan las herramientas a sus madres!
Lydia encontró una.
—Creo que ésta servirá. Ahora estate quieto. Relájate, pero estate quieto.

Yo le daba la cara. Ella trabajaba en la masa de barro con una herramienta de madera con un bucle de alambre. Me apuntaba con aquel instrumento por encima de la montaña de barro. Yo la miraba. Sus ojos me observaban. Eran grandes, de un color marrón oscuro. Incluso su ojo malo, el que no acababa de coordinarse con el otro, tenía buena pinta. Yo le devolvía la mirada.

Lydia trabajaba. El tiempo transcurría. Yo estaba en trance. Entonces ella dijo:
—¿Qué tal un descanso? ¿Te apetece una cerveza?
—Muy bien, sí.

Cuando se fue hacia la nevera yo la seguí. Sacó una botella y cerró la puerta. Mientras se volvía la agarré por la cintura y me la atraje. Junté mi boca con su boca y mi cuerpo con el suyo. Ella sostenía la botella de cerveza apartando el brazo. La besé. La besé otra vez. Lydia se separó de un empujón.
—Bueno —dijo—, ya es suficiente. Tenemos trabajo que hacer.

Nos volvimos a sentar y yo me bebí mi cerveza mientras ella fumaba un cigarrillo, con el barro entre nosotros. Entonces sonó el timbre de la puerta. Lydia se levantó y fue a abrir. Allí estaba una mujer gorda con ojos frenéticos e inquisitivos.
—Esta es mi hermana Glendoline.
—Hola.

Glendoline cogió una silla y empezó a charlar. Podía de veras charlar. Aunque hubiese sido una esfinge hubiera hablado igual, lo mismo que si hubiese sido una piedra. Me preguntaba cuándo se cansaría y se marcharía de una vez. Incluso aunque dejara de escucharla, me sentía como ametrallado por pequeñas pelotas de ping-pong. Glendoline no tenía noción del tiempo ni la menor idea de que pudiera estar molestando. Sólo hablaba y hablaba.
—¿Oye —le dije finalmente—, cuándo te piensas marchar?

Entonces comenzó una pantomima de hermanas. Empezaron a hablarse, la una a la otra, las dos de pie, agitando los brazos. Subió el tono de las voces. Se atacaban la una a la otra con verdadera agresividad física. Por último —cercano ya el fin del mundo— Glendoline hizo un gigantesco giro de torso y se fue volando hasta la puerta, atravesando las colgaduras del dintel y desapareciendo —aunque todavía se la podía oír irritada y bufando— de camino a su apartamento en la parte trasera del edificio.
Lydia y yo volvimos a la mesa de la cocina y nos sentamos. Ella cogió su paleta de
esculpir. Sus ojos se clavaron en los míos.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Una casita en la playa,una mujer esperando que vuelvas,una sonrisa,una buena comida y amor DE VERDAD!No como ahora.Estàs enfermo.Tu amor esta enfermo.Tu vida esta enferma.¡Pero otra vida es posible!Solo tienes que creer.Toma este librito(El secreto) y veras como todo te va a ir mejor.Madre mìa¡esta tìa esta como una puta cabra!.Era mi psicologa.9 años de estudio.4 mil euros al mes.Un gato,un perro,casita de dos plantas.Alli estaba yo.Aqui estoy yo,en un centro de recogida de desechos humanos(centro terapeutico lo llaman),50 años y OTRA VEZ,de nuevo,otra vez.Y van...En fin,aun estoy de pie,màs vivo que muerto,pero todo va a salir bien,al menos por unos meses,el tiempo que tarde en salir y partirme la cara.Otra vez.